Este era un enorme árbol de manzanas al cual un jovencito amaba mucho. Todos los días jugaba a su alrededor, trepaba hasta la parte superior, comía sus frutos y se echaba la siesta bajo su sombra.
El árbol también lo quería mucho, eran inseparables y el niño cada día al salir de la escuela corría a estar en compañía del árbol.
Pasó el tiempo, el chico creció y no volvió a jugar alrededor del árbol, prefería irse con sus amigos a jugar a la plaza del pueblo.
Un día regresó y escuchó que éste le decía con cierta tristeza:
Un día regresó y escuchó que éste le decía con cierta tristeza:
—¿Vienes a jugar conmigo?
El muchacho contestó:
—Ya no soy el niño de antes que jugába alrededor de los árboles. Ahora quiero tener juguetes, y necesito dinero para comprarlos, no puedo perder el tiempo contigo.
—Lo siento, dijo el árbol. No tengo dinero, pero te sugiero que tomes todas mis manzanas y las vendas; así vas a poder comprar tus juguetes.
El muchacho subió a las ramas, tomó las manzanas, fue a la plaza del pueblo; obtuvo el dinero y se sintió feliz.
También el árbol fue feliz, pero el muchacho no volvió.
Tiempo después, cuando regresó, el árbol le preguntó:
—¿Vienes a jugar conmigo?
—No tengo tiempo para jugar, tengo que trabajar para mi familia y necesito una casa para mi esposa e hijos. ¿Podrías ayudarme?
—Lo lamento, repuso el árbol. No tengo una casa, pero puedes cortar mis ramas y construir tu casa y así podrás tener acomodo para tu familia.
El hombre cortó todas las ramas del árbol, construyó su casa y se sintió feliz, y no volvió.
Cierto día de un cálido verano, regresó. El árbol estaba encantado de verle de nuevo.
—¿Vienes a jugar conmigo? —le preguntó.
—Me siento triste, estoy volviéndome viejo.
Quiero un bote para navegar y descansar, ¿puedes dármelo?
El árbol contestó:
—Usá mi tronco para construir uno; así vas a poder navegar y serás feliz.
El hombre cortó el tronco, construyó su bote y se fue a navegar por un largo tiempo.
Regresó después de muchos años y el árbol le dijo:
—Lo siento mucho, pero ya no tengo nada que darte, ni siquiera manzanas.
El hombre replicó:
—No tengo dientes para morder, ni fuerzas para escalar, ya estoy viejo y acabado.
Entonces el árbol, llorando, le díjo:
—Realmente no puedo darte nada. Lo único que me queda son mis raíces muertas.
Y el hombre contestó:
—No necesito mucho ahora, sólo un lugar para reposar. Estoy cansado después de tantos quebraderos y de tanto vagar, ahora estoy solo ...
—Bueno, dijo el árbol, las viejas raíces de un árbol son el mejor lugar para recostarse y descansar.
Ven, siéntate conmigo y descansa.
El hombre se sentó junto al árbol y éste, alegre y pletórico, dejó caer las pocas gotas de savia que le quedában en el rostro aviejado de aquel risueño niño que conoció años atrás.
Un abrazo. Mari Cruz
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